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Tiempo. Sobre el pasado y el presente del arte


DANIEL BELINCHE

Facultad de Bellas Artes, Universidad Nacional de La Plata, Argentina

Ahora que voy a completar este disco con otras lecturas,
con eso de pensar cómo las cosas pueden ordenarse o
desordenarse más allá de todo lo concebible. A lo mejor usted
escuchó la primera cara y después se fue al cine, o estuvo seis
meses estudiando matemáticas, o a lo mejor todavía no escuchó
la primera cara porque no le gusta proceder metódicamente, y
yo por mi parte, grabé esos primeros textos hace cinco días, y
después estuve tan resfriado que no pude seguir porque mi voz
parecía una foca pidiéndole pescados al domador, y a lo mejor
usted está escuchándome en mangas de camisa y con las
ventanas abiertas, y en cambio aquí nevó anoche y yo me he
puesto un polo abrigado y amarillo. Todo es distante y diferente y
pareciera inconciliable. Y a la vez, todo se da así simultáneamente
en este momento que todavía no existe para mí y que
es sin embargo el momento en que usted escucha estas
palabras que yo grabé en el pasado, es decir, en un tiempo que
para mí, ahora es el futuro.
Julio Cortázar
 
Pero si volviera a la isla sería un día más joven.
Umberto Eco

No es un problema percibir la velocidad. Casi todo se somete a ella. Lo difícil es darnos cuenta de la lentitud. En la lentitud, el andar del tiempo es secreto. Así anida en las fotografías. Transita y no acontece. Así envejecemos.

El transcurrir del tiempo es continuo. Podemos reparar en él cuando en su interior se producen cambios. El encadenamiento de esos cambios hace posible medirlo, discriminar dentro del continuo alguna especie de frecuencia. Siempre es una alteración, un conflicto, lo que corta la homogeneidad y permite distinguir un antes y un después. Si hemos podido establecer momentos, configuramos la duración, que deja de ser absoluta e indeterminada y se vuelve relativa.

El conflicto es condición para la imagen temporal. Si aquellos eventos en puja se organizan en la conciencia se llega a la idea de ritmo. Al asumir éste, además, una dimensión estética, o sea, al integrar un entramado formal, junto con la textura –que en la música sería el “espacio”– estamos ante un ritmo musical. El ritmo musical, por consiguiente, es la distribución deliberada de una serie de eventos sonoros en el tiempo que se enhebran con intenciones poéticas.

Comprendemos el ritmo musical a través de una categoría intuitiva: la sucesión –el sucederse– que es más que una secuencia sonora, que un sonido tras otro. El fluir musical acaece e instala un episodio voluntario total y en constante renovación mediante nexos dinámicos que incorporan y semantizan sus rupturas.

Tiempo musical

En nuestra percepción la música es un instante que muta en recuerdo. Discurre en segmentos quevan de lo acontecido a lo inmediato y a lo por venir. La reminiscencia cercana acumula sonidos y estos, en su fugacidad, por un instante, viven.
Ese instante no es un punto geométrico. Posee duración, mínima, y sin embargo comporta movilidad y memoria, pilares del eje temporal. El pasado contiguo se acumula nota a nota. El presente, con esa cualidad de tránsito, de intermediación y de suceso, cancela el tiempo físico y suscita el futuro. En el clasicismo, el futuro podía anticiparse: llegaba con el reposo de la última cadencia. En las composiciones contemporáneas, los finales son un poco más complicados.

¿Qué ocurre si el pasado invade el presente? ¿Cómo debe realizarse hoy la música creada siglos atrás? ¿Por qué seguimos escuchando ciertas obras con la frescura de la primera vez? ¿Qué dañó a aquellas sonatas, tersas y adolescentes, que yacen ahora desprovistas de los contenidos humanos que las hicieron posible y resultan intolerables, prematuramente envejecidas ante el poder destructivo de los años? ¿Son aún inteligibles?
La imagen artística sintetiza tiempos. En ellos suele palparse la conexión con su contexto. Pero otros, anacrónicos, alojados en el interior de la trama, necesitan escurrirse para ser percibidos.

 

Chronos

La luna se usaba antes para calcular el tiempo. Señora: qué tiempo tiene su niño: mi niño tiene tres lunas.

Los días iniciaban con la luz. Poco sabemos de aquellos días. Es probable que los acontecimientos prehistóricos sean tan ecisivos para vislumbrar la historia misma, como la infancia temprana para entender al individuo.

Ni la muerte podía penetrar la atemporalidad motora. La dificultosa y lenta subjetivación del tiempo fue un paso gigantesco hacia lo humano, hacia la escritura, el arte y su música. Esa capacidad representativa que permite reconstruir las cosas en su ausencia tal vez provenga de las manipulaciones primarias que establecían distancia con el objeto capturado.
El mito del tiempo es la puesta en marcha, en un plano simbólico, de procesos originados en los hechos psíquicos elementales. Entre los mitos griegos, Chronos fue el dios de las edades y el zodíaco. Se exhibía como un ser con tres cabezas: de toro, de hombre y de león. Escurridizo y en pareja con Ananké, la inevitabilidad, conducía la rotación de los cielos y cada tanto se le aparecía a Zeus con el aspecto de un anciano de cabellos largos y barba blanca. No sabemos si cantaba.

En el occidente cristiano, el tiempo del Medioevo, imagen de Dios, se encauzaba hacia un fin. No duraba, era. La melodía del texto litúrgico, en cualquier canto gregoriano, se recorta contra un fondo implícito e inmenso: el silencio. El ritmo asume las acentuaciones agógicas de la prosa en la palabra divina. Al cantar en latín se articulan duraciones largas (acentos) y cortas. Los ataques se suceden y la sílaba coincide con un sonido o con varios en los melismas, antecedentes del lenguaje instrumental. La palabra comienza a perder espesor con respecto a la música pura.

Esta unicidad cedió de manera gradual. Al canto original se le agregó una melodía paralela. Corría el siglo X. En los albores del precapitalismo, los planos sumaban cuatro insinuando la perspectiva, el fondo, pronto subordinado a la figura. La divinidad, única protagonista de los cantos cristianos, extravió su lugar en las alturas y descendió al bajo. Con tanta cosa, el lenguaje de Dios, inaudible, desvelaba a Roma.

Los estados nacionales monárquicos abandonaron el latín, recluido en las misas. Chansones, Villancicos y Madrigales usaban el idioma vernáculo. El canto llano doblado con cromornos, cornamusas y violas da gambas precipitó el paso de lo litúrgico a lo profano. El cuerpo oculto del cristianismo volvía con las danzas que demandaban repeticiones regulares para orientar en la pista de los palacios a los ataviados caballeros y las regordetas doncellas munidas de joyas y miriñaques. Surgió la orquesta, y la música vocal se separó de la instrumental. La prosa dejó lugar a la poesía de métrica uniforme, acentos dinámicos y pies métricos conforme al principio inercial de tensión y distensión. Cosas distintas ocurrían en América. El tiempo circular, a fuerza de espada, fue invadido por la progresividad.

En pleno racionalismo cartesiano, la debilidad del principio que encastraba las líneas en la sincronía de los órganum feudales hizo que éstas se agruparan por medio de la imitación. Y aun en la verticalidad, en el acorde, es tangible un fondo, una apariencia fundante de la modernidad: la indisoluble unidad de tiempo/espacio y la virtualidad de un horizonte cognitivo y sensible, pensado de abajo hacia arriba, sobreentendido y estructural en la inmensa geometría latente a cuyos recuadros irán a caer sonidos y silencios. El tiempo era el tiempo del hombre.

Tal complejidad requería que el hilo temporal flotante se compartimentara y regulara. La unidad básica –el pulso– se subdividió o duplicó recurriendo en la notación a negras, blancas y corcheas, es decir, a la escritura que simboliza el esqueleto formal y la médula del arte clásico: el sistema tonal. En esta sistematicidad se resume la diferencia entre el pensamiento medieval y el proyecto iluminista moderno. La autonomía de lo humano frente a lo sagrado. No era solo lo sagrado europeo. Era también lo sagrado americano. Las voces, en un caso, reflejan la materialidad derivada de lo sublime y fluyen horizontalmente. En cambio, para la modernidad centroeuropea, tal circuito es abstracto. Los sonidos pueden ausentarse,
pero la arquitectura armónica permanece en las relaciones interválicas y supone un orden a priori.

Con el Renacimiento el ritmo musical se alinea, además, de acuerdo a los seculares parámetros de la división binaria y la división ternaria. El tiempo es orden, mide sucesos, es mensurable en segmentos iguales. La multiplicación binaria fija patrones métricos regulares. El acento va en paralelo a la teoría newtoniana de la caída de los cuerpos. Al primer pulso corresponde un relieve, más fuerte. Poco después, a las partituras se les adosaría, al lado de la clave de sol, el quebrado que preludia el carácter homogéneo y equilibrado que regla la continuidad temporal de toda la composición. Cuatro por cuatro o 4/4. Compacta, maciza y resistente, impermeable a los atavismos griegos, la pentafonía o los ritmos aditivos, el clasicismo europeo impone su estandarte de belleza idealizada y universal capaz de dar al mundo objetos deslumbrantes y únicos. Objetos de autor. El artista, ese ser excepcional dueño de ejercer su absoluta libertad creativa, se elevaba sobre el vulgo.

Así la música avanza junto a la sociedad, en busca de un final en el que toda tensión debe concluir en reposo: la tónica. La matriz dejó de ser orgánico/fisiológica y se volvió dinámico/corporal basada en el desplazamiento de un cuerpo en el espacio físico. Este modelo, incipiente como la nueva clase, prosperaría hasta conquistar el poder. En el Barroco, la secuencia de una idea melódica en cuartas y quintas alternadas se denominaba “progresión”.
La serenidad garantizada por las unidades proporcionales llegó a su esplendor con las monarquías absolutas y comenzó a resquebrajarse a partir de la Revolución Industrial. Incluso el arte burgués, supuesto refugio de la creatividad respecto de la ciencia, malogró su potencial expresivo y se sometió a los designios del mercado. El pasaje de los palacios a los salones de la burguesía y luego a los grandes teatros, transitaría lentamente su derrotero hasta Internet. La penetración capitalista es anterior a la industria cultural. El arte, sí, la música, precoz mercancía.

Esa suerte de reificación, de artilugio del intelecto para desprenderse de la experiencia sensible, pagó su costo desde el comienzo, y dio lugar a un intento fallido por sustraerle al tiempo su carácter cualitativo. Junto a la fantasía racionalista de cuantificarlo todo, la pérdida de sensualidad, la disociación razón-afecto-cuerpo, se crearon nuevos mitos asociando fórmulas matemáticas con verdad: el mecanismo de sustitución por generalización de la ciencia moderna. El ritmo, despojado de su conflictividad, se vio hostigado por las concepciones de la razón pura: la materialidad sonora subordinada nuevamente a versiones menores del cálculo o a la palabra.
Cada sociedad resolvió este asunto a su manera. La armonía barroca llevó las tensiones al extremo tolerable para su época. Los cambios de velocidad se producían por duplicación o división, por mayor o menor densidad cronométrica, es decir, cantidad de ataques en lapsos regulares, manteniendo constante la frecuencia del pulso.
La pasión hizo lo suyo. En una suite de Bach se puede presagiar el final, intuimos la direccionalidad por determinadas funciones y enlaces armónicos. Pero hay varios finales. Y es incierto presumir cuándo será el definitivo y, como en las gambetas de Garrincha,2 cuál será el auténtico desenlace. Tal incertidumbre inaugura un movimiento melódico, un melos más espinoso que la disposición vertical u oblicua de las alturas. El tiempo es contenido de la experiencia, produce sucesos, ya no los mide, no admite igualdad de partes ni transitoriedad perpetua.

Luego del verano clásico, al equilibrio geométrico sostenido en pulsos y acentos regulares se le opondría un enemigo ancestral: el sujeto. En el Romanticismo, los cambios de velocidad arbitraria, las variaciones de “tempo”, dependerían de la calidad interpretativa del ejecutante y no de la métrica reglada por negras y corcheas. Aparecieron notas del autor (en letra pequeña y en los márgenes) que daban cuenta de estas asimetrías. Rubatto (significa libre, ad libitum), Senza tempo, Rallentando, De a poco, Acelerando, Súbito, Tempo primo, Ritenutto. Estas sugerencias planteaban ya un problema que ni el primer empirismo ni el neopositivismo berckeliano han podido resolver. ¿Cuánto es rallentando? ¿Cuánto detenerse? ¿Con qué escala calcular un tempo que no desconecte la trama o la velocidad que no devenga en arrebato? ¿Cómo se mide el amor?

 

¿Nuestro tiempo?

Hemos analizado brevemente las características del tiempo musical y sus transformaciones en Occidente. Avance, pausa, suceso, alternancia, son distintas facetas de su dimensión cualitativa. ¿Qué es lo contemporáneo del tiempo?

El presente no es novedad en la historiografía. Sabemos que a partir de la segunda mitad del siglo XX, el pasado dejó de ser el exclusivo objeto de la historia, interesada por el mundo que comparte con sus protagonistas. Si la historia se permitió estudiar su propia época, ¿qué consecuencias se desatan cuando el presente se nos impone con el rostro del pasado?

La música es imagen y residuos de otras imágenes. En el circuito académico, la contemporaneidad aparece invertida, subsiste, en extraña paradoja, a través de formas muertas. Formas que han sobrevivido a las condiciones sociales en las que fueron factibles y asaltan el sitio de las obras contemporáneas. En Argentina, alrededor del 80 % de la enseñanza musical circula en torno a la estética centroeuropea de los siglos XVIII y XIX. El dinero asignado a las políticas “culturales” y a los teatros líricos lo testifica. Los conservatorios forman instrumentistas de orquesta. Cientos de aspirantes que se entrenan duramente para un viaje al pasado. Muy pocos completan la travesía. Casi nadie egresa.

La historia tiene lo suyo. Manuel Cruz (2005), repara en que:

(…) las implicaciones políticas de esta masiva incorporación del pasado en el presente –un pasado incesantemente reproducido por el desmesurado archivo de los medios de comunicación y a menudo descontextualizado– con frecuencia han ofuscado las tentativas de comprensión de los caracteres más extremos de aquellos acontecimientos, despertando la preocupación de quienes hallan en la proliferación mediática de la memoria el riesgo de la banalización y, por ende, de la pérdida de la experiencia histórica.

En efecto, el vigor del pasado no se restringe a la burguesía triunfante en la Europa moderna. La industria cultural edificó su propio cementerio a cuyas tumbas acude sin descanso. Baste mirar en los archivos de sábado a la tarde, a la inefable Teté Coustarot*, evocando las noches pletóricas de Grandes valores en las que personajes patéticos con peluquín perpetraban dudosas versiones orquestales de tangos que alguna vez nacieron venerables.

De nuevo el tiempo con sus aporías. Y una más: su discreción. Hiatos o cesuras en un tono de detalle. Ginzburg (2004) propone su análisis en escala de micro tiempos imperceptibles que se despliegan en silencio dentro de estructuras que los abarcan, en las que nada aparenta acontecer. Lo pequeño dentro de lo grande se desliza en un impalpable cambio de la totalidad difícil de capturar en un primer contacto. Al llegar ese movimiento a la superficie, sea un reclamo de mujeres en un pueblo de Jujuy o la ligera asimetría de sonidos en una secuencia, la estructura –o lo que en los 70 llamábamos así con entusiasmo– ha
cambiado para siempre.

Ella no canta

¿Qué son esos gritos?

Los ingleses usan story y history para distinguir los hechos ocurridos de la disciplina que los estudia. En los conservatorios, claro, los conservatorios, se da lo contrario. Es música lo que la academia clásica determina y no es música lo que adviene en la cultura. Fischermann (1998), sostiene que Por primera vez en la historia de la recepción musical (…) el cuerpo principal de lo que se escucha está formado por obras del pasado. La omisión de las producciones contemporáneas en las políticas de estado adquiere dimensiones que cuestionan la misma idea de un presente musical.

Aquí es preciso formular un interrogante respecto de la pertinencia de la periodización histórica. En la tradición decimonónica, la etapabilización que va de la Prehistoria a la Edad Contemporánea puede  admitir discusiones respecto de los cortes, pero nunca de la lógica que ha privilegiado la linealidad ordenada por los acontecimientos. A partir de los Annales franceses, con Febvre a la cabeza, se admiten énfasis en lo político o en lo económico, nunca en lo cultural, pese a que ésta es la esfera que protagoniza su punto de inflexión en el joven siglo XX. Ni con la Revolución Industrial, ni con la Revolución Francesa el mundo contemporáneo (si es que vivimos en la Edad Contemporánea, ya no lo sé) se dio a sí mismo la posibilidad de una ruptura con la belleza clásica. Nacía la música industrial de la mano de la masificación de los medios electroacústicos y la mudanza de grandes poblaciones del campo a la ciudad. Además, se fisuró el sistema tonal a partir de las vanguardias. La plástica trascendió a la figuración, la poesía a la rima, la danza cuestionó los cuerpos estandarizados y sus cinco posiciones. Nacieron la fotografía y el cine, el diseño, la cartelería. Y si bien eran manifestaciones surgidas en décadas anteriores, pocas veces fue tan clara la correspondencia de cambios cronológicos y culturales.

La extremidad y la dilatación de los umbrales perceptivos del romanticismo tardío y de las vanguardias fueron prolíficas. De ellas provienen el descarte de la métrica uniforme y las acentuaciones regulares y la apertura a ritmos aditivos, aleatorios, circulares, recurrentes, en suspenso. El acompañamiento alcanzó a la melodía. Las cosas se ponen de cabeza. La línea melódica es la que edifica planos indiferenciados y el fondo irrumpe en idea central. El concepto de melos, síntesis de todos los parámetros, es más que el ordenamiento lineal de las alturas.

El contacto con los países dependientes en América, Asia y África indujo a los compositores europeos a asimilar ritmos extraños. Se “descubren” obras que no progresan, que pernoctan fijadas en una repetición vertical, cruda, en las que el espesor del flujo sonoro proviene de reiteraciones no secuenciales. La cultura de las periferias influyó en los vanguardistas de las metrópolis centrales. La racionalidad fue invadida por lo monstruoso, la sensualidad, lo pasional, el ruido. En los años 50, la Secuenza para soprano sola de Luciano Berio, compositor italiano, evidencia cómo la intrincada estructura serial es poseída por la expresividad propia de las conductas primarias: gritos, jadeos, risas, inflexiones de altura no puntual que brotan a pesar del intento fallido por subordinar la organización sonora a pautas preformateadas numéricamente. Al menos en la voz de Katie Berberian.

Podríamos mencionar el estilo ronco y hablado que emplean los músicos de tango, de Jazz, Duke Ellington, el último Goyeneche, los cantaores flamencos con esas voces rotas, insubordinadas a la métrica, convirtiendo los desfasajes en constantes. Para Benjamin (1999), es el sentido de la historia.

La historia no se devela en el proceso de su evolución, sino en las rupturas de su continuidad aparente, en sus fallos y sus accidentes, allá donde el repentino surgimiento de lo imprevisible viene a interrumpir su curso y revela así, en un relámpago, un fragmento de verdad original.

Hermosa frase. En un rapto cientificista sería factible arriesgar la ecuación: a mayor corrimiento, mayor ritmo, pero ese no es el tema.

El gregoriano es inseparable del imaginario de tiempo eternizado. Las fugas barrocas remedan la fuente romana que absorbe movimiento y sosiego en un círculo que tiende a elevarse. Las sonatas clásicas responden a un criterio de formalización autónomo que avanza con la voracidad de la nueva clase. Las perturbadoras melodías de Bartok para violín rescatan temas campesinos húngaros, y el conflicto que desatan las leves imbricaciones es fatal: subvierte toda la trama. Los ejemplos, excepciones y anacronismos son innumerables.

Las nociones propias de la temporalidad se alinean de acuerdo a la repetición o la variación en torno a las correspondientes matrices culturales. Entonces, las aceleraciones podrán derivar de la duplicación de un pulso o de la mayor velocidad de un tempo. Adoptarán acentuaciones dinámicas (fuerte/débil), agógicas (largo/corto), melódicas (agudo/grave), según el modo en que se conciba el tiempo en otras esferas de la cultura y de la ciencia. Un tiempo liso o estriado, que va o que aguarda. Soluciones hiper-racionalistas como las del expresionismo alemán (curioso, expresionistas que apostaron por la quimera del control total, el serialismo), tan reverenciado por Adorno, y variables aleatorias dispuestas a acabar con la escritura y la pretensión de cálculo. Un tiempo medible –el del reloj– o flexible –el de Johny en el cuento de Cortázar, capaz de pensar veinte minutos de sueños entre estaciones de París que se encuentran a tres minutos de distancia.

La exclusión de estas producciones por parte de la alta academia de la enseñaza del arte dibuja un presente clásico imperecedero. Aquí lo estable es el no acontecer. La ruina de la transformación de los materiales en la cosificación de sus géneros. Una pátina “culta” menos atacable que la de los medios en los que la velocidad del consumo se privilegia ante la duración.

 

Lugares comunes

Cada década se renuevan los virus verbales que atacan el vocabulario educativo. Desafío, en tanto que, recuperar el rol pedagógico, interpelar, la escuela dialoga, potente. El fortalecimiento del tránsito escolar y los equipos directivos. Todos y todas los niños y niñas en la escuela. Tuvimos nuestra época de digo y digamos. Ahora, antes de afirmar algo se dice la verdad. Pero si hay un par que se lleva las palmas es la formación de sujetos críticos y la producción de sentido. Se suele enunciar del siguiente modo: la necesidad de formar sujetos críticos capaces de producir sentido o garantizar prácticas áulicas significativas,
en las que los sujetos críticos construyan, entre todos, su propia experiencia.

Ahora bien, ¿cómo es el sujeto crítico que forma sentido? ¿Está el sujeto crítico al costado del camino, acomodado en la silla que cantó Silvio Rodríguez, en el aula magna de la Facultad, viendo desfilar los materiales de su criticidad?

Pongamos el ejemplo de la danza. En una clase, de senso, nos hacemos masajes, buscamos el músculo tensionado para relajarlo y no sufrir dolor. Sirve. Pero eso no es la producción de sentido. No hay clausura del tiempo físico. Es un ejercicio, similar a los de matemática, o a la discriminación y clasificación de sonidos agudos y graves, colores primarios y secundarios o a la fragmentación de un texto y su desgarramiento en sujeto y predicado. Este sujeto, el subjetivado, no el gramatical, no es el famoso crítico. Es un sujeto posmoderno. Ligeramente distraído. Que mientras se masajea cambia de canal, piensa en automóviles, y bebe un yogur con fibra y cereal sin colesterol.

Bailar es muy distinto. No es sencillo bailar y tener la cabeza en otra cosa, o bostezar, porque uno corre el riesgo de caerse. Bailar es estar dentro de la coreografía, de las relaciones implicadas en el movimiento. Como leer vorazmente, o ver una película conteniendo la respiración, sin distinguirnos, habitándola. Si salgo, si me rasco la oreja y salgo, si me extraigo de ella para pensar mientras tanto, para ir al baño, para responder a un familiar que está saludándonos desde el palco, se rompe el sentido. El sentido es la continuidad. Y la profundidad. Y la pasión. Y el amor. El tiempo fabrica sentido. Y para derrotarlo hay que olvidarse de él e internarnos en una ficción, que también compone la ciencia, en la que somos parte de ese universo, y el tiempo natural, el celular, y en alguna medida la conciencia han sido aplazados. Y estamos ahí de cuerpo y alma, apasionadamente, sin ocupar un lugar de espectador. Esto resulta, si tenemos suerte, al tocar una obra. El lapso de su extensión deroga el tiempo del reloj y no somos ya quien interpreta algo; somos la música produciendo sentido, sentido que se fractura si se fractura la totalidad. Y sucede además en ciertas clases que nos atrapan, que no nos sueltan fácilmente, en esas lecturas que obligan a postergar el sueño porque no las podemos abandonar. El sentido, el significado más la emoción, más la pasión, más la cultura, más el cuerpo, se elabora entonces dentro de un tiempo que es más subjetivo que objetivo y que va tramando expectativas que se suceden y resuelven para volver a abrirse y a negarse, es decir, la dialéctica.

La continuidad es inherente al sentido y el tiempo es su esencia. Por consiguiente, es condición del sentido. Así el sujeto crítico es criticado por el sentido, es atravesado por éste porque lo que es crítico no es el sujeto sino la vida y el sujeto no es un crítico externo de la vida, no está la producción y al lado la reflexión, el teórico y el práctico, están dentro una de otra y una es por la otra y sin esa unidad, entre razón y emoción sólo hay frigidez instrumental.

 

Tiempo y espacio

El tiempo, hablaba Heráclito, descansa cambiando y en razón de su deslizamiento, de su fluidez y labilidad, se resiste a ser cosificado. El tiempo sobrevive en la música en la que adquiere su corporeidad. Acaso por estas cualidades suelen adosársele, de manera reduccionista, rasgos que remiten exclusivamente a la dinámica, desconociendo que en él se aloja la quietud. Al espacio, en contrapartida, se lo caracteriza por su estabilidad. Pero en la imagen fija se produce una trascendencia temporal, una simultaneidad que densifica el suceder. Hay tiempo en el espacio y espacio en el tiempo. Éste puede producir sensaciones de permanencia y la imagen fija provocar la ilusión del movimiento. El espacio mutó sin cesar asumiendo condiciones sintéticas para tratar los mismos contenidos con diferentes respuestas formales y técnicas. El mayor grado de abstracción, el encuadre, la perspectiva, el empleo del color o de la luz y los elementos compositivos provienen de esos universos simbólicos que el arte integra.

Retomemos el carácter abstracto de las construcciones de tiempo y espacio. Zátonyi sostiene que con Hegel la materia consiguió alcanzar a la idea. Quizá se pueda conjeturar que la materia ya circula más rápido que la idea. Desde esa premisa –los límites entre tiempo y espacio no son tan nítidos– se amplía la complejidad que el arte metaforiza. Este tiempo,  ultidireccional, se expande en los innumerables dispositivos técnicos de la repetición. Es inhabitable. Funciona como un ardid perceptual. El estímulo constante adormece. Imitador de Garrincha, el tiempo subyuga y huye. Por eso sufre tamañas operaciones de control. De su liberación depende en cierta medida la composición futura. ¿Sigue vigente la postulación dialéctica del tiempo, vehículo de la subjetividad que toma conciencia de sí a través de sucesivas negaciones y reconstrucciones?

Dijimos que la música suspende el tiempo físico. Los primeros y últimos sonidos de una obra, aunque las horas los separen, forman parte de un todo que se impone a lo que sucede en el instante posterior a su final. Un sonido está dentro y otro fuera de su sentido de unidad. Decía Adorno (2000), que la música tiene que acabar con el tiempo mismo y no perderse en él; tiene que resistirse a su flujo vacío.9 En ese paréntesis estético, el tiempo completa su curso en un universo plegado y móvil. Es la causa, la trascendencia del mundo físico, por la que el arte atenúa las pulsiones más revulsivas.

Los músicos llamamos textura –palabra sinuosa– a la espacialidad, a las configuraciones simultáneas, en las que la cognitividad impone su organización primaria. El espacio musical contemporáneo muta. No es fijo, como lo pensó la Modernidad. Su corporeidad simboliza las formas en que la política conquista, imagina y modela el espacio. El espacio sin geografía del cristianismo, el espacio centralizado de las monarquías, el espacio liso e indeterminado del mercado. De los paralelismos y desencuentros entre las cosmovisiones y la espacialidad en el arte surgen preguntas de la estética. Ahora, tambalea la pareja tiempo/espacio. Los jóvenes dicen: fui a ver a Babasónicos. La sinestesia utilizada revela que el sonido es inseparable de la imagen, pese a que la estética se haya empecinado, muchas veces, en ponerlos de espaldas, estratificados en disciplinas congeladas.

Cuenta Ligeti (2006), en referencia a la novela de Krudy Naprafergó que se sitúa en la región de Tisa al nordeste de Hungría:

Todo sucede a fines del XIX o a comienzos del XX. En Krudy nunca está claro cuándo suceden las cosas. Podrían haber ocurrido algunos siglos antes. Todo está un poco mezclado, ya hay electricidad y tranvía eléctrico en Budapest pero la gente aparece vestida como en el siglo XVIII. En esa región del nordeste de Hungría, la más despoblada, sólo hay pequeños pueblos y latifundios y muchísimos kilómetros de nada. No hay teléfono, la gente no puede hablarse. Están encerrados en pequeñas casas y sueñan. Los jóvenes sueñan con las muchachas de las otras casas y las muchachas con otros hombres. Es invierno y todo está nevado y hay que enganchar los caballos a los trineos para poder hacer una visita en día domingo. Pero no llegan. Todo está infinitamente lejos. Vienen lobos y se comen a los caballos y a la gente (…) Y el tiempo no transcurre, siempre es invierno y no hay más primavera y nada cambia.(…) El tiempo permanece inmóvil como el espacio. Ese no pasar nada no es irónico; en Krudy no existe la ironía, es una verdadera nostalgia trágica.

En este comentario, las fronteras tradicionales que delimitaron espacio y tiempo se desdibujan. Las nociones de estatismo y dinámica que funcionan como atributos casi naturalizados al describirlos, se entrelazan. Asistimos a un lugar congelado que es pura espacialidad detenida.

La veo a Manuela acelerar escenas que conoce. La veo a Marta sentada durante horas con su espalda a cuestas, moviendo en la pantalla imágenes que van en segundos de una estatuilla egipcia al arte pop, de la Grecia clásica a Japón, a veces mientras busca la ventana correcta, a veces ficcionalizando la errancia del sentido a la que las computadoras nos someten. Esto sobreviene a mayor velocidad de la que somos capaces de movernos e incluso de mirar, la inversión en espejo del relato de Krudy. No es el tiempo adormecido. Es el espacio lanzado a tal velocidad que se le iguala. Es acontecer.
Escritos de alcances más generosos deberían establecer si el impacto que la propiedad de opción permanente que ofrecen los mapas informáticos (a los que podemos agregar el celular, el DVD, etc.) no entraña el debilitamiento de la barrera ontológica que descansa en la intuición de las nociones de tiempo y espacio y si la aptitud técnica de introducir interrupciones arbitrarias en cualquier punto del relato audiovisual no se traslada luego a los diálogos interpersonales y a las dificultades para escuchar. El control remoto da opción de evitar la espera o el disgusto con un gesto manual sencillo. Otorga un breve y renovado placer. Ante la imposibilidad de tolerar las escenas en las que no pasa nada a cambio de emociones intensas, podemos preguntarnos si asistimos a una variante a gran escala del falso consuelo que preocupaba a Marcuse. Si, entonces, la aceleración de los tiempos culturales no exige de la educación artística el aprendizaje de la lentitud perdida, del fluir por sobre el acontecer. La acechanza de un presente embrutecido por su eventualidad late en el estímulo permanente, en las antípodas de la no emergencia relatada por Ligeti. Un exceso de acciones. La pérdida de la densidad histórica, del hecho histórico de Marx, que, en el análisis de Feinmann (2008),12 da paso al acontecimiento posmarxista, a la discontinuidad de la historia, al suceso que rompe con el devenir y no puede ser explicado por ella.

 

Trampas de la imagen

Señala Peter Burke (2005), que la última generación de historiadores ha extendido sus intereses “hasta incluir en ellos no solo los acontecimientos políticos, las tendencias económicas y las estructuras sociales sino también la historia de las mentalidades, la historia de la vida cotidiana, la historia de la cultura material, la historia del cuerpo”.13 Lo mismo pasa con el arte y la producción de imágenes que, en el opinable juicio del autor, integran el cuerpo de fuentes a mano de los investigadores. ¿Esto es así?

El dúo arte /historia pocas veces compartió las mismas coordenadas. Sorprende el escaso empleo de producciones artísticas como objeto de investigación. Al alojarse a la sombra de la naturaleza, quedaron lejos de los “hechos”, ajenas a la “realidad” que los especialistas deben reconstruir e interpretar. A priori, la devastación de Guernica presume mayor valía documental que el cuadro homónimo de Picasso. Sin embargo, el mural no es la recreación del bombardeo perpetrado por los pilotos de la Luftwaffe, el gran ensayo de exterminio masivo de civiles. Es “real”. Es real porque renuncia a la copia literal de las ruinas.
Trabaja con las ruinas y habla de otra ruina, la del imperio clásico del arte. El arte habla de algo, y a la vez lo oculta. Y la tarea de la crítica estética no es descifrar enigmas y de ese modo legitimar su condición de “verdad”. La música se parece al lenguaje. Es probable que su origen se encuentre en la articulación de la voz humana. Varios géneros aparentan decir. Surgen en su discurrir conceptos y vocablos cuyos enlaces encadenan texturas inteligibles. Aun en las composiciones que se originan en esquemas narrativos que provienen de la “naturaleza”, la mañana en el parque, o la llegada de la tormenta y su desenlace, la
invariancia reside en la materialidad de su propia existencia, no en lo que supuestamente pretende representar. Si Guernica –de Picasso, no de los nazis– parte de los escombros de la ciudad, su forma se desliga, componiendo en planos simultáneos, rompiendo con la perspectiva de un único yo integrado, de un punto de vista central. Lo mismo hicieron físicos relativistas y músicos atonales con el tiempo lineal.
Ciafardo sostiene que:

(…) el Guernica es un objeto fijo que por su tamaño exige al espectador trasladar su propio cuerpo. El recorrido implica tomarse un momento. La multiplicación industrial de las obras plásticas unifica la escala pero ante el tamaño del mural nuestro órgano perceptivo no nos concede captar en un mismo acto la totalidad. El campo plástico es mayor que las posibilidades del campo visual. La distancia que requiere el espectador respecto de la obra gana en visión global y pierde los detalles como ocurre en la escultura que, por definición, debe ser circundada.

La verdad es esencial al arte. Desentrañar esa verdad que habla siempre de algo humano, demanda penetrar en sus rasgos compositivos, sin afanes aclaratorios. Por eso el arte es tan difícil de comprender para quien no lo practica. Con matices, la afirmación es aplicable a cualquier imagen ficcional. Es aceptable pensar que los medios actuales plantean versiones particulares y replicadas de los acontecimientos. Discutimos Guernica. Discutamos las imágenes televisivas, en las que hay composición formal, omisiones y subrayados, y “son” acontecimientos. Nuevos acontecimientos.

Historia (del arte) y fin de la historia

Esta ausencia de recursos respecto de las formas del arte tiene su reflejo en los artistas. Los músicos sabemos poca historia.
La Estética se constituyó en el ámbito del conocimiento autónomo que en la modernidad estudió la belleza. Luego la contemporaneidad condujo, tras el acceso de la historia a su validación disciplinar, a una alianza delicada: la historia y el arte, o mejor dicho, la Historia del Arte. La Historia del Arte, seamos rigurosos, de las artes plásticas, acarrea lastres de sus ancestros: no se le confiere rigor académico suficiente para acceder al nivel de la ciencia, ni creatividad que la cobije bajo el paraguas de “los artistas”. Los historiadores del arte no son ni historiadores ni artistas. Y encima cargan con aquel problema irresuelto: ¿se puede desde la Historia del Arte estudiar las producciones de imágenes ficcionales del presente? ¿Alcanzan sus actores estatus para proponer periodizaciones alternativas a los enfoques economicistas o  políticos? Todavía no. Sostiene Didi-Huberman (2006), que la temporalidad de la imagen estética no será reconocida como tal en tanto el elemento histórico que la produce no se vea dialectizado por el elemento anacrónico que la produce.14 Dialectizado significa aquí la posibilidad de contrastación y la conciencia sobre las tensiones producidas entre el rasgo contextual y su faceta anacrónica e individual.

Por lo tanto, si las imágenes componen la realidad no son simples documentos estáticos. Su sobredeterminación, su capacidad de alojar tiempos remotos y vigentes requieren una postura superadora del positivismo que aun tiñe gran cantidad de estudios historiográficos, en los que la representación es escasa copia de las cosas, y abrir el abanico de resonancias que convierten la imagen en algo más complejo que un expediente congelado del arte de “su tiempo”. El valor de las imágenes reclama el descubrimiento mutuo, una alteridad por parte de historiadores y artistas.
La caída del muro de Berlín y del mundo socialista estimuló conjeturas sobre otro derrumbe: el colapso de la misma historia que fue sentenciado con menos brillo que arrebato por Fukuyama y su conjetura acerca del ocaso de los grandes relatos. Las ciencias sociales han puesto en la superficie temas específicos (los jóvenes, la interculturalidad, las cuestiones de género, el medio ambiente, etc.) desdibujados acaso en la ola de fragmentos de la deconstrucción posmoderna. Es saludable la valoración de la diversidad. Pero cierto desapego ideológico recae en posturas liberales, desmintiendo las propias intenciones emancipadoras respecto de esos asuntos marginados. Las teorías, basadas en la ilusión de un capitalismo financiero inderrotable y los marcos teóricos post que lo acompañaron, no consiguen despegar de la crisis económica y política más grave de los últimos cien años.

¿Qué hacer frente al tiempo? ¿Cómo engañar su devenir inevitable? El compositor Mariano Etkin (2001), toma el asunto de manera exquisita.

Los sabios nahuas del México precolombino concebían al tiempo –cahuitl– como ‘lo que nos va dejando’. Si en esta línea, en la que el tiempo lentamente nos abandona, pensamos en la muerte asociada a un orden final y perentorio, entonces la música puede constituirse en un lapso interpuesto entre el hombre y ese orden.

El arte es, en esencia, una dimensión poética. La contemporaneidad está preñada de sus ciclos previos y, por lo tanto, de lo que fue aquella poética. Es por eso un tema de interés de los historiadores del arte. Aunque estos anacronismos deben desentrañarse de a uno, están integrados en la obra. ¿Qué tipo de análisis permite comprender el modo en que se entrelazan pasado y presente? Espinosa respuesta. Una hipótesis pasa por intentar la superación de la literalidad de los contenidos, la narración de lo que, se infiere, elabora el arte a través de sus “temas”, e indagar en el recorrido de las formas, de los conceptos operatorios y las configuraciones que estos asumen y que no es por fuerza consecuencia de su tiempo social, aquel que Adorno extraña en las obras crepusculares. El objeto de la historia es el sentido actual de los hechos culminados. Por lo tanto, no se define por la captación empírica de sucesos, y son más relevantes el análisis y las preguntas que el historiador formule que la distancia de su investigación con los acontecimientos.

El tiempo del empirismo radicalizado es inerte. Ubicar la imagen en el núcleo de la práctica histórica nos arroja a la transformación de sus formas. Es en ellas donde la trama social se despliega en grado más sutil. La apatía ante los aspectos metafóricos del arte –que no son sus fórmulas canonizadas– ocultos tras la pregnancia de los “contenidos” ha sido tal que les cabe el mote de formas tendencialmente mudas a las que refiere Ginzburg (2004). El grito, el desplazamiento conciso del canto en América. La disposición espacial del Guernica. Esos ojos fuera de centro, esos cuerpos descompuestos por la elección plástica del autor, no por las bombas, dice Mariano, interrumpen la muerte y son noticias de la historia.

Bibliografía

ADORNO, Theodor: Sobre la música, Barcelona, Paidós, 2000.
BENJAMIN, Walter: Ensayos escogidos, Traducción de H.A. Murena, México, Ediciones Coyoacán, 1999.
BURKE, Peter: (2001) Visto y no visto. El uso de la imagen como documento histórico, Barcelona, Crítica, 2005.
CORTÁZAR, Julio: “El perseguidor”, en Las armas secretas, Buenos Aires, Sudamericana, 1968.
CRUZ, Manuel: Las malas pasadas del pasado. Identidad, responsabilidad, historia, Barcelona, Anagrama, 2005.
DIDI-HUBERMAN, Georges: Ante el tiempo. Historia del arte y anacronismo de las imágenes. Buenos Aires, Adriana
Hidalgo Editora, 2006.
ETKIN, Mariano: “Acerca de la composición y su enseñanza”, en la revista científica Arte e investigación, Nº 3, La Plata,
Facultad de Bellas Artes de la UNLP, 2001.
FEINMANN, José Pablo: La filosofía y el barro de la historia, Buenos Aires, Planeta, 2008
FISCHERMANN, Diego: La música del siglo XX, Buenos Aires, Paidos, 1998.
GINZBURG, Carlos: Tentativas, Rosario, Prohistoria ediciones, 2004.
LIGETI, György: “Quiero una música sucia, una música iridiscente”, traducción de Mariano Etkin, en Arte y Opinión,
Colección Breviarios, Nº 2, La Plata, Dirección de Publicaciones, Facultad de Bellas Artes de la UNLP, 2006

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Revista Iberoamericana de Educación / Revista Ibero-americana de Educação

(ISSN: 1681-5653) n.º 52/4 – 25/04/10

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